Esos lugares propios, subjetivos, llenos e proto-arte que con los años forjarán nuestra personalidad adulta.
Estos días veía a mi hija con una amiga teniendo conflictos.
El qué da igual.
Lo importante es cómo nos relacionamos los adultos con la vulnerabilidad.
El cómo callamos, interpretamos, psicologizamos el malestar y el conflicto infantil.
Desde del “no pasa nada” o ” no es para tanto” hasta el “esto le puede causar serios problemas de adulta”.
En la crianza y la educación los adultos pecamos de muchas cosas. Entre ellas de no sentir.
De callar. De etiquetar, menospreciar.
De no ser capaces de escuchar la emoción. Lo que pasa, lo que habita.
Escuchar no es resolver.
Escuchar no es “dar consejos”.
Escuchar es un verbo de ida.
Se queda ahí, en el Otro. Observando y con los ojos como abrazos.
Sin más.
Pero no, los adultos necesitamos comprender, necesitamos ponerle palabras. Sean cuales sean, da igual.
Necesitamos cerrarles la experiencia.
No porque así ellos estén mejor,
sino porque dejarla abierta a nosotros nos asusta.
Lo hacemos, de mil amores. Lo hacemos.
Mi hija tuvo muchos conflictos con una amiga.
Yo la observaba.
Al rato venía dragoneado a mi vera y me hablaba.
Lloraba, estaba enfadada.
Nos bañamos en la piscina.
Jugamos con el hermano.
Nos dimos un paseo.
La escuchaba. La abrazaba, la hacía reír.
Y dejaba caer historias de mi infancia parecidas así.. como quien no quiere la cosa.
¿Qué necesidad tenemos los adultos de pronosticar la vida infantil?
¿Qué necesidad tenemos de tener que etiquetar? ¿De menospreciar? ¿De invisibilizar?
Yo les digo:
Nuestra necesidad es dejar de ver eso espejado en nosotros.
Efectivamente.
Porque somos incapaces de sostenerlo.